Carta a los cristianos

No es fácil trabajar hoy en día para la Iglesia de Jesucristo. La gente ve a los misionero y misioneras como seres extraños y nada sociables. Son pocos los amigos que se acercan de verdad al viajero del Evangelio de Jesús. Todos estamos de paso por esta tierra y sólo dejamos aquellas huellas, que se agarran en los corazones que recibieron amor y servicio en medio de detalles y hechos de paz. El mundo es cruel y mezquino con el ser religioso. Las perversiones y desviaciones de los líderes «espirituales modernos» y de las variadas denominaciones, han encendido el odio por las cosas de Dios y de la Iglesia del Señor.

Nadie cree en la Iglesia y menos en sus representantes. La arrogancia, petulancia, orgullo y tiranía de los jerarcas eclesiásticos, ha puesto barreras entre las familias y el varón o la mujer religiosa para una fraternal comunicación. Una gran mayoría de los hombres detesta a esos que «predican y no aplican». Nadie se va en contra del catolicismo y menos de la fe. Aún los ateos respetan a los hombres rectos de fe.
Debemos usar la templanza con sencillez y humildad, para no caer en la amargura o el resentimiento y hasta el suicidio. Nuestro corazón y nuestra mente debe estar por encima de situaciones terrenales de egoísmos, envidias, guerras o miserias. El Espíritu del Altísimo, debe gobernar nuestras vidas, para no caer en la tentación de abandonar esta labor amorosa que teje cambios de amor y servicio permanente en nuestra vivencia hacia lo eterno.

La mayoría de los hombres creyentes han terminado siempre en soledad. La misma familia carnal se evapora por encanto. Al morir el evangelista, quienes lo conocieron exclaman: «Era un santo varón». Otros le ponen velas al cadaver, para olvidar las humillaciones y las ofensas que recibió en vida el difunto. «Ya es muy tarde y el ser querido se ha ido» dicen sus parientes. Él o ella no tendrá contacto más con cada uno de nosotros.
Quien se va de la vida, nunca regresa. Sólo quedan aquellos recuerdos que se evaporan al paso de los años y a los pocos días. No vale llorar sobre el cuerpo del muerto. La muerte nos aleja para siempre de los abrazos y besos. Cuando llega la muerte ya no habrá tiempo para risas ni fiestas. Las oportunidades de sonreír juntos desaparecen. Quien se va, se despide rápido y seguro. Las lágrimas no alcanzan para la temporada.
Algunos hacen novenas, rezos y oraciones, para despedir al difunto muerto que ya no puede sentir ni escuchar el llanto de su parentela. Esos mismos usaron la mezquindad y la miseria para tratar a quien estuvo vivo amando y sirviendo. Quedan las fotografías esculpidas sobre el papel y en el mismo cemento. La madera de la cocina y las telas de las alfombras, llevarán el aroma de quien parte a la eternidad. No hay espacio sino para quien se marcha y el pasado se lamenta. Es demasiado tarde y el hoy estuvo desperdiciado en el ayer.
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